miércoles, 31 de diciembre de 2014

Los tiempos de Dios y los tiempos humanos, L. Cervantes-O.

31 de diciembre, 2014

Porque mil años son ante tus ojos
como un día, como un ayer que ya pasó,
como una vigilia en la noche.
Salmo 90.4, La Palabra (Hispanoamérica)

Cada vez que se traspasan umbrales cronológicos y se entra a nuevas etapas de la existencia es posible reflexionar acerca de la grandeza divina y la pequeñez humana. No obstante, como lo atestiguan las Escrituras, la interrelación deseada por el propio Dios entre su eternidad incomprensible y la finitud de la vida humana es una realidad innegable que debe propiciar un sano acercamiento a la condescendencia y el amor con que el Creador abraza a su creación en medio de los avatares del tiempo. Afirmar la superioridad de los tiempos divinos sobre los humanos no es un acto de avasallamiento mental o espiritual sino el reconocimiento de cómo la vida humana se debate, permanentemente, entre los riesgos de perderse y la búsqueda genuina de sentido para sus acciones. Dialogar con la trascendencia divina desde la humildad y la fragilidad es uno de los grandes dilemas recogidos en los textos sagrados.

De ese dilema existencial, religioso y teológico ofrece un enorme testimonio el salmo 90, famoso por quien se ha señalado como autor y porque es un entrañable recuento de la vida expresado en un auténtico lenguaje de fe y de reconocimiento del trato de Dios con la humanidad, un canto a la eternidad divina que se digna entrar en contacto con la transitoriedad humana. Sus versos son elocuentes al momento de celebrar las acciones de Dios: “Señor, durante generaciones/ tú has sido nuestro refugio” (v. 1). Pasan los años y las diversas generaciones, pero Él permanece fiel a sus promesas. La inconcebible eternidad divina, al pasar velozmente frente a nuestros ojos, deja una cauda de admiración y sobrecogimiento: “Antes que se formasen los montes/ y la tierra y el orbe surgieran,/ desde siempre y para siempre tú eres Dios” (v. 2): una realidad imposible de imaginar racionalmente, pero en la que Dios ya era Dios.

El ser humano, en su carácter efímero, terroso, adánico (v. 3), sólo parpadea ante el devenir divino inconcebible en el que los tiempos se mezclan y se relativizan, a la vez: “Porque mil años son ante tus ojos/ como un día, como un ayer que ya pasó,/ como una vigilia en la noche” (v. 4) Solamente escritores como Borges, obsesionados por el transcurrir cronológico, han atisbado esos abismos: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho./ El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río;/ es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;/ es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego./ El mundo, desgraciadamente, es real;/ yo, desgraciada­mente, soy Borges”.[1] La intuición humana se sumerge y se pierde en el sueño, en la confusión que brota de la incapacidad para comprender las dimensiones eternas, algo que también expresaron los poetas mesoamericanos (“Como una pintura nos iremos borrando…”,[2] que, no obstante, anhelaban algo duradero: “No acabarán mis cantos…”[3]): “Tú los arrastras al sueño de la muerte,/ son como hierba que brota en la mañana:/ por la mañana brota y florece,/ por la tarde se agosta y se seca” (vv. 5-6).

A veces, la relación con el ser eterno entra en conflicto con los vaivenes propios de los seres históricos, con fecha de caducidad y se pone en riesgo la brevedad anunciada de la vida: “Con tu ira nos has consumido,/ con tu furor nos aterras./ Ante ti has puesto nuestras culpas,/ a la luz de tu faz nuestros secretos./ Nuestros días decaen bajo tu furia,/ como un suspiro pasan nuestros años” (vv. 7-9). Ese término es infranqueable y tiene un signo numérico: “Setenta años dura nuestra vida,/ durará ochenta si se es fuerte;/ pero es su brío tarea inútil,/pues pronto pasa y desaparecemos” (v. 10). Carlos Monsiváis, al llegar a sus setenta años, recordó puntualmente este salmo y no le quedó más remedio que meditar en voz alta:

¿Qué hacer con las fechas? En materia de evocaciones, su función principal es exorcizar la anarquía de los recuentos. […] Y lo más fastidioso y lo mejor de los días culminantes en mi vida es su condición irretornable. No es sólo lo que hice entonces (reconstruido) sino, como suele suceder, el atender en demasía a lo negociable con el olvido. […] Se vuelven proteicos la furia y la desesperación, la esperanza y el júbilo comunitarios, el deseo y el placer de asir como se pueda las experiencias. Detente oh momento, eres tan bello por tan imposible de evocar con justeza. ¿Y qué es lo determinante entonces? Aquello en donde —por así decirlo— uno ya no distingue entre sentimientos y razonamientos.[4]

El juicio de Dios es cosa seria, agrega el salmo (“¿Quién conoce el poder de tu cólera?/ Como tu furor, así es el respeto que inspiras”, v. 11) y una de las mejores respuestas que suponemos acordes con ello es aprender a tratar con el paso de los días. ¿Quién, entonces, nos puede enseñar a hacerlo, sino sólo Él, el Eterno, el intocado por los relojes?: “Enséñanos a contar nuestros días/ y tendremos así un corazón sabio” (v. 12). Lo que surge de todo eso no puede ser más que otra oración, encabalgada con la meditación y la observación guiadas por una fe indomable: “Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?/ ¡Apiádate de tus siervos!/ Cólmanos de tu amor por la mañana,/ para que cantemos alegres toda la vida” (vv. 13-14).

Al trasponer los tiempos que nos toca vivir, sólo una buena actitud podrá mantenernos, literalmente, a flote: “Alégranos tanto como días nos afligiste,/ como años conocimos el mal” (v. 15). Así será posible afrontar el tiempo por venir en el marco de los planes superiores del Creador para situarse ante ellos, como parte de ellos: “Que se muestre a tus siervos tu obra/ y a tus hijos tu esplendor./ Que descienda sobre nosotros/ la gracia del Señor, nuestro Dios./ Afianza la obra de nuestras manos;/ sí, afianza la obra de nuestras manos” (vv. 16-17). Humanamente, nuestra relación con el tiempo es diferente y paradójica, tal como lo expresaron el Apocalipsis simbólicamente en su visión y el poeta cubano Eliseo Diego:

Habiendo llegado al tiempo en que
la penumbra ya no me consuela más
y me apocan los presagios pequeños;

habiendo llegado a este tiempo;

y como las heces del café
abren de pronto ahora para mí
sus redondas bocas amargas;

habiendo llegado a este tiempo;
y perdida ya toda esperanza de
algún merecido ascenso, de
ver el manar sereno de la sombra;
y no poseyendo más que este tiempo;

no poseyendo más, en fin,
que mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;

no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;

decido hacer mi testamento.

Es este:
les dejo

el tiempo, todo el tiempo.
(“Testamento”).[5]



[1] J.L. Borges, “Nueva refutación del tiempo”, en Otras inquisiciones, Obras completas. Buenos Aires: Emecé, 1989-1996. v. 2, p. 146.
[2] Nezahualcóyotl, Poesía. Toluca, Gobierno del Estado de México, 1985, p. 79: “No acabarán mis flores,/ no cesarán mis cantos./ Yo cantor los elevo,/ se reparten, se esparcen./ Aun cuando las flores/ se marchitan y amarillecen,/ serán llevadas allá,/ al interior de la casa/ del ave de plumas de oro”.
[3] Ibid., p. 71: “Como una pintura/ nos iremos borrando./ Como una flor,/ nos iremos secando/ aquí sobre la tierra./ Como vestidura de plumaje de ave zacuán,/ de la preciosa ave de cuello de hule,/ nos iremos acabando,/ nos vamos a su casa”.
[4] C. Monsiváis, “Los días de nuestra edad”, en La Jornada, 4 de mayo de 2008, www.jornada.unam.mx/2008/05/04/index.php?section=cultura&article=a03a1cul.
[5] E. Diego, “Testamento”, en Poesía y prosa selectas. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 187.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Culto de fin de año, miércoles 31 de diciembre de 2014, 19 horas

Preside: H. Consistorio

IntroitoSalmo 31.1-3

Señor, en ti confío,/ que no quede jamás defraudado;/ ¡líbrame con tu fuerza salvadora!/ Acerca hacia mí tu oído,/ date prisa en socorrerme./ Sé para mí fortaleza protectora,/ morada inaccesible que me salve,/ pues tú eres mi bastión, mi baluarte;/ honrando tu nombre, guíame y condúceme.

Preludio al piano       Jacobo Núñez C.

“Mi destino está en tus manos…”

Ministro: A tus manos encomiendo mi vida;/ tú, Señor, Dios fiel, me has rescatado./ Odio a quienes sirven a ídolos falsos,/ en Dios pongo mi confianza.
Congregación: Por tu amor me alegro y me regocijo,/ porque tú has mirado mis pesares,/ tú conoces mis angustias./ No me entregaste al enemigo,/ me mantuviste en lugar seguro. […]
Todos/as: Pero yo, Señor, en ti confío,/ yo he dicho: “Tú, Señor, eres mi Dios”./ Mi destino está en tus manos,/ líbrame de mis rivales y de quienes me persiguen./ Muéstrate favorable con tu siervo,/ por tu amor ponme a salvo./ Señor, a ti te invoco,/ que no quede defraudado…

* Oración de ofrecimiento
* Himno: “¡Santo, santo, santo!” (43)

Con la mirada hacia adelante

Ministro: Esta es la alianza que sellaré con ellos/ cuando llegue aquel tiempo —dice el Señor—:/ inculcaré mis leyes en su corazón/ y las escribiré en su mente. Hebreos 10.16-17

Confesión comunitaria. (En silencio; el ministro termina con oración audible)

Todos/as: Y añade: No me acordaré más de sus pecados,/ ni tampoco de sus iniquidades.
* Himno “Vivir por Cristo” (341, 1ª y 3ª estrofas)

Unidos/as en su amor

* Salutaciones: “Vamos cantando al Señor” (397)

No callamos sus obras en nosotros

Momento de testimonios
* Himno “Cuán firme cimiento” (379)

Un mensaje firme y duradero

* Lectura del Antiguo Testamento: Salmo 90
* Lectura del Nuevo Testamento: Apocalipsis 21.1-8

Reflexión

LOS TIEMPOS DE DIOS Y LOS TIEMPOS HUMANOS

Llamados/as su mesa

* Himno “Bendeciré al Señor” (671)
Celebración de la Santa Cena

Ofertorio: Ya conocen cuál fue la generosidad de nuestro Señor Jesucristo: siendo rico como era, se hizo pobre por ustedes para enriquecerlos con su pobreza. 2 Corintios 8.9

En el Señor confiaremos siempre

* Bendición pastoral

Queremos vivir cada día con optimismo y bondad llevando a todas partes un corazón lleno de comprensión y paz. Cierra Tú nuestros oídos a toda falsedad a palabras mentirosas o hirientes. Cólmanos, Señor, de bondad y de alegría para que, cuantos conviven con nosotros encuentren en nuestra vida un poco de Ti. Danos un año feliz y enséñanos a repartir felicidad. Amén.

* Bendición congregacional: Himno: “Roca de la eternidad” (642)

Postludio

Letra 400, 28 de diciembre de 2014

NAVIDAD
Karl Barth
Instantes. Santander, Sal Terrae, 2005, p. 40.

“Y lo acostó en un pesebre” (Lucas 2.7)

He Qi, Navidad

El Salvador ya no necesita nacer. Nació de una vez para siempre. Pero quiere venir a nosotros. El lugar donde el Salvador viene a nosotros tiene en común con el establo de Belén que tampoco tiene un aspecto hermoso y atractivo, sino bastante horrible: nada acogedor, sino realmente lúgubre; nada en absoluto digno del ser humano, sino más bien de los animales. Nuestro albergue orgulloso o modesto —y nosotros como sus moradores— no es sino la superficie de nuestra vida. Allí debajo se esconde una profundidad, un fondo, un abismo incluso. Y allí los seres humanos, cada cual a su manera, no somos más que pobres de solemnidad, pecadores perdidos, criaturas que suspiran, moribundos, seres totalmente desconcertados.

Y ahí precisamente viene Jesucristo; más aún: ahí ha venido ya a todos nosotros. ¡Sí, gracias sean dadas a Dios por ese lugar oscuro, por ese pesebre, por ese establo presente también en nuestra vida! Ahí abajo lo necesitamos, y precisamente ahí puede también él necesitarnos a cada uno de nosotros. Ahí somos para él precisamente los justos. Ahí tan sólo aguarda a que lo veamos, lo reconozcamos, creamos en él y lo amemos. Ahí nos saluda. Ahí no tenemos ya más remedio que saludarlo a nuestra vez y darle la bienvenida. ¡No nos avergoncemos de estar ahí abajo, tan cerca del buey y del asno! Precisamente ahí los sujeta a ellos bien fuerte junto con todos nosotros. 
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LA DINAMITA DE MARÍA
Antonio Cruz
Protestante Digital, 20 de diciembre de 2014

Magnificat es la primera palabra traducida al latín del texto del evangelista Lucas (1:46-55). Se trata de la respuesta de la virgen María a su parienta Elisabet: Engrandece mi alma al Señor (Magnificat anima mea, Dominum, según la Vulgata latina). Todo este pasaje es como un canto lírico sobre la bienaventuranza de aquella joven hebrea tan singular.

La virgen María ha sido definida como “el icono de la Iglesia católica”. Desde la Edad Media, se la ha considerado, siguiendo Apocalipsis 12, como una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona formada por doce estrellas. Aunque hoy la mayoría de los teólogos coincide en que estos textos se refieren a la Iglesia, no a María. Todo esto, unido a la adoración que se le rinde y a considerarla como intercesora entre Dios y los hombres, ha hecho que el mundo protestante se vuelque hacia el extremo opuesto y hable muy pocas veces de María.

Sin embargo, debemos reconocer que María fue una mujer entre las mujeres, elegida por Dios en un contexto de humildad y vida ordinaria. Más que “una mujer vestida de sol”, el evangelio presenta a María como una muchacha que “camina de prisa a la montaña” para contarle a su parienta Elisabeth que también lleva un hijo en el vientre. El encuentro, entre dos futuras madres, ocurre a través de la complicidad y coincidencia de aquello que portan en sus entrañas. Finalmente Dios se ha metido de lleno en la historia de los hombres. Lo humano se hace portador de lo divino. Sacralidad y profanidad se confunden en un ser de carne y hueso. El cuerpo de María se hace tabernáculo de la divinidad. Dios tiene prisa por salir al encuentro del hombre, y elige, para acortar el camino, una vía terrestre. Se deja transportar por una sencilla peregrina de la fe, desconocida, pobre y humilde.

María de Nazaret es una criatura que ama el silencio, que elige la sombra y el ocultamiento. Al contrario de lo que las tradiciones y los folclores religiosos han hecho después de ella, María es quien no aparece nunca en primer plano. Su presencia está siempre bajo el signo de la discreción. No estorba para nada. La Madre desaparece totalmente en el Hijo y es el Verbo quien tiene que hablar, no ella. En las bodas de Caná dirá: “Haced lo que él os diga”. Jamás dice “escuchadme a mí”, sino “escuchadle a él”. El evangelio está más cargado de sus silencios que de sus palabras. No hay apariciones de la Virgen en los evangelios. Eso fue inventado mucho después. Hemos de aprender a escuchar el silencio de María porque, a veces, cuando nosotros callamos, Dios habla.

¿Cuál es la paradoja principal de María? En ningún otro lugar podemos apreciar tan bien la contradicción de la bienaventuranza como en la vida de esta sencilla mujer. A ella le fue otorgado el gran privilegio de ser la madre del Hijo de Dios. Era normal que se asombrase y se llenase de gratitud por lo que le había ocurrido. Sin embargo, esta enorme bendición iba a quedar contrarrestada por una espada de dolor que traspasaría su alma. La de ver a su pequeño Jesús, treinta y tres años después, ejecutado en una cruz romana, la muerte más cruel y deshonrosa que existía en aquella época. Cada vida humana es también una existencia paradójica, llena de claros y oscuros, de alegrías y tristezas, de bendiciones, pero también de maldiciones. El hecho de ser cristianos, de confiar en las promesas del Señor, no nos elimina automáticamente los sufrimientos. Puede proporcionarnos valor, esperanza y ánimo para superarlos y acostumbrarnos a ellos, pero no nos los ahorra.

María fue de prisa a casa de Elisabeth porque en Nazaret no tenía con quién hablar de lo que llenaba su corazón. Deseaba que su parienta le confirmara las palabras del mensajero divino: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Bienaventurada la que creyó. No puede haber autentica fe si ésta no produce felicidad, ni tampoco puede haber verdadera felicidad sin el don de la fe.

Sin embargo, esta gran bendición iba a ser la espada que atravesara su corazón. María tendría que ver algún día a su querido hijo colgando de un madero. Y es que ser elegido por Dios casi siempre significa, al mismo tiempo, una corona de alegría pero también una cruz de tristeza y dolor. La realidad es que Dios no elige a las personas para su tranquilidad o comodidad, ni para fomentar su orgullo sino para tareas que exigen todo lo que la cabeza, el corazón y las manos puedan dar. Dios señala a las personas para usarlas en su ministerio. Cuando tomamos conciencia de la brevedad de nuestra vida, en relación a la eternidad que nos espera, las penas y dificultades que se pasan por servir a Dios, no son motivo de lamentación o queja sino que pueden convertirse en nuestra mayor gloria delante del Señor porque todo lo sufrimos por amor a él. Puede que, en ocasiones, esto nos resulte difícil de entender, sobre todo cuando estamos atravesando momentos complicados de prueba, pero debemos recordar siempre que los sufrimientos por Jesucristo son nuestra auténtica gloria. No es que los padecimientos sirvan para ganarnos el cielo, eso ya nos lo proporcionó él al morir en la cruz, pero sí es verdad que los sinsabores que experimentamos como cristianos se unen a los que sufrió el Maestro en su vida terrena. Como les dice Pedro a los cristianos primitivos que sufrían la persecución: “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido… sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría” (1 P 4:12-13).

La alegría, el gozo, la satisfacción personal de María al sentirse elegida por Dios eran sólo una cara de la moneda. La otra cara fue la espada dolorosa que atravesaría su alma cuando viera a Jesús crucificado. Él no vino para que la vida de los cristianos fuera más fácil aquí en la tierra, sino para hacernos más grandes, más fuertes, más humanos, más generosos, más humildes, menos vanidosos, menos altivos y más perdonadores. Esta es la paradoja de ser elegidos por Dios. Comporta la alegría más grande pero también la mayor responsabilidad.

El Magnificat de María es uno de los textos más subversivos de la historia de la humanidad porque se refiere a tres grandes revoluciones de Dios. La primera se encuentra en el versículo 51 del primer capítulo de Lucas: Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Se trata de una revolución moral. El cristianismo es, en realidad, la muerte del orgullo porque invita a reconocer, como le ocurrió a María, el tremendo contraste que existe entre su pequeñez de esclava y la grandeza de Dios. Si van a felicitarla y proclamarla dichosa todas las generaciones, no es por su santidad o por sus méritos personales, sino por el carácter extraordinario del niño que lleva en sus entrañas. No podemos ser elegidos por Dios, es imposible ser herramientas eficaces en sus manos, y seguir albergando orgullo personal en nuestras vidas.

La soberbia insolente es el enemigo principal del plan divino. El principal error humano consiste precisamente en esto, en sentirse orgulloso de uno mismo y por lo tanto, no dar a Dios lo que es de Dios. Por eso el apóstol Pablo la emprende contra la doctrina judía de la justicia de las obras, atacando la autosuficiencia del hombre religioso que se basaba en la observancia de la Ley. Aquella pregunta retórica que Pablo lanza a los romanos (Ro 3:27): “¿Dónde pues está el orgullo? Queda excluido ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe”. Y en 1ª Corintios 1:31 dice: “El que está orgulloso que lo esté del Señor o el que se gloria, gloríese en el Señor”. Los cristianos sólo podemos sentirnos orgullosos de nuestra debilidad porque sólo en ella se hace patente la fuerza de Dios. Como también afirmaba Pablo: Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo (2 Co 11:9).

La segunda revolución es social: “Quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes” (v. 52). El cristianismo de Cristo da por finalizados los títulos y prestigios mundanos. Cuando tomamos conciencia de lo que Cristo hizo por todos los seres humanos, no podemos albergar la idea de que unas personas son valiosas y otras carecen de valor. Las escalas y los rangos sociales desaparecen delante del Señor de señores.

Por último, la tercera revolución tiene un marcado acento económico: “A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos” (v. 53). Una sociedad no cristiana es la que sólo procura adquirir bienes materiales y obtener cuanto más mejor. Por el contrario, una sociedad cristiana sería aquella en la que nadie se animara a tener demasiado, mientras otros tuvieran demasiado poco. Es evidente que nuestra sociedad no tiene esos valores cristianos. Si los tuviera, no habría indigentes durmiendo en cajas de cartón. Si la sociedad fuera cristiana, no se permitiría que los banqueros estuvieran amasando increíbles fortunas, mientras otras personas no disponen de lo más elemental para vivir.


El aparente encanto poético de este canto de María es, en realidad, dinamita pura que hace estallar en mil pedazos la sociedad injusta y materialista que hemos construido entre todos. El verdadero cristianismo engendra una revolución en cada ser humano y como consecuencia una revolución en el mundo entero. Pero, si Cristo no cambia nuestra vida, nada podrá hacerlo.

Navidad, kairós y conflictividad del mundo, L. Cervantes-O.

28 de diciembre, 2014

Pero, al llegar el momento cumbre [pléroma] de la historia, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para liberarnos del yugo de la ley y alcanzarnos la condición de hijos adoptivos de Dios.
Gálatas 4.4-5, La Palabra (Hispanoamérica)

Mientras los evangelistas Mateo y Lucas complementaron sus relatos del nacimiento de Jesús con el recuerdo de las promesas proféticas sobre el Mesías venidero, las genealogías y personajes atípicos, sus colegas, Marcos y Juan, fueron directamente al relato de las acciones de Jesús de Nazaret y lo presentan como un profeta mesiánico que ofrece su mensaje . Pablo de Tarso, por su parte, sólo hace algunas alusiones al nacimiento humano de su Señor con un énfasis muy diferente al de los evangelistas. Entre ellas podemos mencionar las siguientes: “Así que en adelante a nadie valoramos con criterios humanos. Y si en algún tiempo valoramos a Cristo con esos criterios, ahora ya no” (II Corintios 5.16), en donde se refiere a la insistencia de los primeros apóstoles en la cercanía física que tuvieron con él. La segunda es de carácter más reflexivo: en cuanto a la encarnación del Hijo de Dios en el mundo: “Ya conocen cuál fue la generosidad de nuestro Señor Jesucristo: siendo rico como era, se hizo pobre por ustedes para enriquecerlos con su pobreza” (II Corintios 8.9). De modo que se puede afirmar que al apóstol de los gentiles no le interesó mucho profundizar en las llamadas “historias navideñas” pues él, más bien, quiso profundizar en la esencia misma de los sucesos.
Aquí nos ocuparemos de las palabras paulinas de Gálatas 4.4, que manifiestan la manera en que el apóstol comprendió los acontecimientos que hoy denominamos “navideños”, es decir, los entretelones de la aparición del Hijo de Dios en el mundo. Y lo hace en el contexto de su discusión sobre los derechos de los hijos biológicos y adoptivos: para acabar con la tutela de la ley que hacía de los hijos mismos algo similar a los esclavos, Dios ha enviado a su Hijo y, por lo tanto, “Dios es padre-abbá de todos, somos todos hermanos/as”.[1] Lo que destaca en el contraste planteado por la afirmación paulina es “el cumplimiento del tiempo”, “la plenitud de la historia”, un concepto que san Pablo compartió con muchos de sus contemporáneos: “La “plenitud de los tiempos” es una expresión de origen apocalíptico, que encontramos en Mr 1.1: “Se ha cumplido el plazo (se ha llenado el tiempo) y ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed la buena noticia”. Así, pues, no se trata de un progreso de la civilización que permita la venida del Salvador, [pues] sólo Dios decidió el tiempo de la encarnación y sólo él decidirá la hora de la parusía (Mr 13.32; 1 Tes 5.1-2)”.[2]
San Pablo ubica entonces a la “Navidad” como el “momento cumbre de la historia”, hacia el cual se dirigió siempre y a partir del cual deberá reinterpretarse todo lo que acontecería en el futuro posterior. Ésa será la pauta que permitirá apreciar todas las acciones divinas realizadas en la antigüedad y lo que sucederá después de la presencia de Jesucristo en el mundo. “El movimiento del pensamiento de Pablo consiste en poner la venida del Hijo en relación con el mundo que ha de salvar”. Por ello, expone dicha venida en el contexto conflictivo representado por la encarnación biológica misma (“nacido de mujer”) y por el sometimiento a la ley. El movimiento del texto es muy explícito al respecto: a) acción divina: envío del Hijo; b) modalidad: nacido de una mujer; c) modalidad: sometido a la ley; d) finalidad: liberar de la ley; y e) finalidad: conferir la adopción filial. “Se da un paralelismo entre las dos modalidades y las dos finalidades La expresión ‘nacido de una mujer’ subraya sin duda el realismo de la encarnación pero sobre todo la fragilidad humana (Job 14.1; 14.14; 25 4). […] Sometido a la ley, Cristo no se distingue en nada de los hombres (compárese con Fil 2.7) que están encerrados en la ley (3.23), sufrirá su maldición (3.13) aunque no tenga pecado (Ro 8.3; II Co 5.21). […]“El paralelismo entre ‘nacido de una mujer y ‘nacido bajo la ley’ manifiesta que Pablo piensa ante todo en la precariedad de la existencia que Cristo asume para salvarnos (como en Fil 2 7 se despojó, tomó la condición de esclavo y se hizo como los demás hombres)”.[3]
He ahí varias de las conflictividades humanas planteadas por la encarnación divina en el mundo: tiene que lidiar con todas las limitaciones y condicionamientos humanos obligatorios (deseos, responsabilidades, incomprensión, contradicciones, etcétera) y con los impuestos por la obediencia de la Ley antigua (tradiciones, prohibiciones, alimentación, rituales…), todo ello a contracorriente de la libertad que el Hijo de Dios traía para ser experimentada por la humanidad: “Si el Hijo los liberta, serán verdaderamente libres”, había dicho el apóstol Juan (8.36). Y ése es precisamente uno de los grandes temas de la carta paulina, pero antes el propio Hijo de Dios debía atravesar y cumplir, “en la carne”, las obligaciones marcadas por la ley y por los criterios humanos que la interpretaban.
Esa conflictividad sigue rodeando cada celebración del nacimiento de Jesús, tal como lo narra Mateo al incluir la historia de la persecución, la huida a Egipto y la masacre de los niños inocentes, puesto que la irrupción de la luz en un mundo invadido por las sombras de la muerte y el pecado tiene que enfrentar, necesariamente, enorme oposición. Tal como lo ha resumido el historiador Jean Meyer en estos días:

De modo que el misterio de Navidad es doble; misterio de la luz y misterio de la oscuridad, del bien absoluto y del mal absoluto, esperanza de salvación en medio de la desesperanza. Entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas no hay paz, no habrá paz hasta el fin del mundo. Edith Stein reflexiona que “esta es una dura y grave lección, en verdad, que el encanto delicioso del niño en el pesebre no debe velar a nuestra vista. Puesto que el misterio de la encarnación y el misterio del mal están estrechamente relacionados. Frente a esta luz que baja del cielo, la noche del pecado aparece más negra y más densa”.[4]





[1] Eduardo de la Serna, “Gálatas: la novedad de estar en Cristo”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 62, www.claiweb.org/ribla/ribla62/eduardo.html.
[2] Edouard Cothenet, La carta a los Gálatas. Estella, Verbo Divino, 1981 (Cuadernos bíblicos, 34), p. 45.
[3] Ibid., p. 46.
[4] J. Meyer, “Misterio de Navidad”, en El Universal, 21 de diciembre de 2014, http://www.eluniversalmas.com.mx/editoriales/2014/12/73928.php.

Gálatas 4.1-7

He Qi, Los magos
www.oikoumene.org/es/resources/documents/general-secretary/messages-and-letters/christmas-message-2014?set_language=es

1 Digo, pues, que, mientras el heredero es menor de edad, en nada se distingue de un esclavo. Cierto que es dueño de todo, 2 pero tiene que estar sometido a tutores y administradores hasta el momento fijado por el padre. 3 Lo mismo sucede con nosotros: durante nuestra minoría de edad nos han esclavizado las realidades mundanas. 4 Pero, al llegar el momento cumbre de la historia [to pléroma tou crónou], Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, 5 para liberarnos del yugo de la ley y alcanzarnos la condición de hijos adoptivos de Dios.

6 Y prueba de que ustedes son hijos es que Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a sus corazones; y el Espíritu clama: “¡Abba!”, es decir, “¡Padre!”. 7 Así que ya no eres esclavo, sino hijo. Y como hijo que eres, Dios te ha declarado también heredero.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

La encarnación divina: respuesta al clamor humano, L. Cervantes-O.

24 de diciembre, 2014

El pueblo que a oscuras caminaba
vio surgir una luz deslumbradora;
habitaban un país tenebroso
y una luz brillante los cubrió.
Isaías 9.1, La Palabra (Hispanoamérica)

María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en lo íntimo de su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria a Dios y alabándolo por lo que habían visto y oído, pues todo había sucedido tal y como se les había anunciado.
Lucas .2.19-20

Es perfectamente comprensible el interés prestado por los evangelistas al libro de Isaías debido a la sintonía que encontraron con sus esperanzas de cambio. La lectura cristiana de ese profeta, llevada al borde de la sobre-interpretación, fascinada por el tema de la luz, de la venida del Mesías y de la transformación del mundo en un espacio de paz y justicia, sigue siendo vigente para la actualidad, sobre todo ante los desalentadores acontecimientos recientes.[1] No por nada es el libro que “ha configurado el programa profético de Jesús”, en palabras de Severino Croatto,[2] quien también advierte: “La liberación y la salvación se proyectan al futuro. Simplemente, porque el presente es de sufrimiento. Pero la intervención de Yavé es esperada para la generación que recibe el texto. Conviene moderar la lectura escatológica de la esperanza, que se ha hecho tradicional. Nunca se espera la salvación para tiempos lejanos e indeterminados” (Idem). El contexto histórico de los capítulos 7, 9 y 11, de donde tradicionalmente se han extraído las citas “navideñas” más socorridas, es el telón de fondo en el que Isaías acomete una observación en profundidad y en el que encuentra motivos de preocupación y de esperanza:

a)    Había una guerra entre Israel y Siria contra Judá (7.1). De ahí brota la promesa del nacimiento de Emmanuel, la figura del niño que encarnaría la presencia directa de Dios para la nación y presagiará la superación de la alianza militar. Las palabras de 7.17 son consoladoras en extremo: “Pero el Señor hará venir sobre ti, sobre tu pueblo y sobre tu dinastía días como no los ha habido desde que Efraín se separó de Judá”. De hecho, la sección de Is 6.1-9.6, es considerada como el Libro de Emmanuel.[3]
b)    En el cap. 9 se describe una situación oscura con una visión política sumamente crítica fruto de un análisis minucioso de los acontecimientos del momento previamente al anuncio del nacimiento del niño lleno de virtudes que simbolizará la recuperación de la fuerza de Judá. “Para aumentar el señorío/ con una paz sin fronteras/ sobre el trono de David;/ lo asentará en todo su territorio/ con seguridad y firmeza,/ con justicia y con derecho,/ desde ahora y para siempre” (9.6a).
c)        En el 11 se anticipa un reino mesiánico de paz, negación total de las circunstancias del momento, dominadas por un belicismo incontrolable. Se habla de un “renuevo” del ronco de Jesé, muestra de la enorme añoranza por un monarca davídico fiel al legado ideal antiguo de justicia y sabiduría: “El espíritu del Señor en él reposará:/ espíritu de inteligencia y sabiduría,/ espíritu de consejo y de valor,/ espíritu de conocimiento y de respeto al Señor” (11.2).

     Más allá de estos ambientes convulsos, pero no ajenos a la época en que vivieron, los evangelistas retomaron el lenguaje de esperanza y el simbolismo de la niñez, la paz y los anhelos de justicia para vaciar en sus textos todo lo positivo que vislumbró el profeta. Lucas, particularmente, puso el énfasis en lo que subrayaban las comunidades cristianas iniciales. Gabriel, el mensajero, lo cita al referirse al destino supremo de Jesús: “Un hijo que será grande, será Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le entregará el trono de su antepasado David…” (Lc 1.32; Is 9.6). El encuentro entre el cielo y la tierra de Lucas 2 instala la continuidad y realización de la historia de la salvación en medio de un mundo plagado de conflictos. La familiaridad con que el pasaje presenta a los pastores y a los ángeles simultáneamente afirma la intensidad con que Dios viene para modificar el curso de la historia material, humana, y hacerse ver como motivo de esperanza.

         La famosa afirmación “¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que gozan de su favor!” (2.14) es el resumen del plan divino e instala la posibilidad real del Shalom, del bienestar genuino y total para todos/as. “Para Lucas, la fe que reconoce las intervenciones de Dios puede conducir a dos reacciones: la alabanza en alta voz o la meditación silenciosa, como la de María. ‘Lucas sitúa así en la experiencia de los pastores y de María las dimensiones de la experiencia cristiana de los creyentes: la escucha de la palabra de Dios, el encuentro con el acontecimiento-signo, la profundización eclesial o comunitaria y la transmisión de esta experiencia a otros creyentes’”.[4] La vida de los protagonistas cambió radicalmente y fue introducida irreversiblemente al ámbito de las acciones divinas concretas a favor suyo. Ésa fue la respuesta de Dios a su pueblo que clamaba por salvación y liberación, pues el nacimiento de ese niño abrió las puertas hacia un sendero de paz y redención que seguiría desarrollándose en el mundo.




[1] Cf. C. Martínez García, “Isaías, el profeta de la Navidad”, en La Jornada, 24 de diciembre de 2014, www.jornada.unam.mx/2014/12/24/opinion/018a2pol.
[2] J.S. Croatto, “Composición y querigma del libro de Isaías”, en RIBLA, núm. 35-36, http://www.claiweb.org/ribla/ribla35-36/compisicion%20y%20querigma.html.
[3] Jesús M. Asurmendi, Isaías 1-39. Estella, Verbo Divino, 1981 (Cuadernos bíblicos, 23), p. 12.
[4] Yves Saoût, Evangelio de Jesucristo según san Lucas. Estella, Verbo Divino, 2006 (Cuadernos bíblicos, 137), pp. 18-19. La cita corresponde a S. Gutiérrez Rico, Praxis et herméneutique dans l'évangile de Luc. Tesis de la UniversIdad de Estrasburgo, 1999, p. 125.

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

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